Hola, hola
La semana pasada se me pasó en un suspiro, como todas. Siempre es lo mismo: lunes, martes y miércoles duran cada uno doscientos cincuenta años, y luego, de pronto es viernes por la tarde, o peor, sábado y toca mercado, domingo a cocinar, etc.
El sábado probé las migas almerienses, que se hacen con harina y agua, en lugar de con pan como las migas aragonesas. Era un cumple con adultos y niños y guitarras y tequila y vino y quesos. Las gallinas se escaparon porque uno de los perros se coló en el gallinero; trastorné a una chica con mi jersey: resulta que un novio que tuvo tenía uno exactamente igual, me lo quité y se lo di, pero refrescaba. Y ella en realidad creo que prefería verme con el jersey, porque cada vez que yo pasaba veía a su novio, ese chico de León tan majo, pero qué frío hace en León. En las mesas habían tirado puñados de guisantes y habas frescas, al parecer es costumbre aquí; en casa lo hacemos mucho porque los guisantes frescos son una cosa riquísima y entretenidísima de comer.
Sin querer hice un poco de patria aragonesi y no paraba de hablar del vino que había llevado (se bebe demasiado bien, pero no da resaca), el queso ahumado (también otro queso de la zona) y el chocolate con cerezas que causó furor entre los niños también. Pasé un rato en la cocina haciendo café, luego bebiendo vino, luego me senté en un sillón con mi hija pequeña encima, que quería dormir y tardó milésimas en hacerlo. Me lo pasé muy bien en la fiesta, aunque echaba de menos a los personajes de Los últimos americanos, la novela de Brandon Taylor que terminé el domingo de madrugada para comentarla en la radio hace un rato. Ese es uno de los libros apetecibles que tenía pendientes. Otro es El pañuelo de la hija de Pipino, de Rosmarie Waldrop, creo que es porno y comedia, según el blurb de Lydia Davis. Eso me recuerda un autoencargo que me he hecho: mamadas en la literatura.
En fin, todo buenas ideas