Hola, hola
Aquí seguimos entre lluvias torrenciales y luego sol radiante y luego viento, y un poco desnortados, la verdad. Afónicos, con mocos y toses y piroleando de correr, un día porque se me habían mojado las zapatillas, otro día porque estaba sola con los niños, otro porque ¿llueve? Ahora ha parado, pero estoy tosiendo mucho, ¿no? La previsión de mal tiempo nos hizo cancelar la excursión planeada para hoy sábado, yo que me hacía tan feliz en Cabo de Gata. Se pospone.
Vuelvo a leer muy desordenado, un poco ansiosamente; los compromisos de trabajo ocupan casi todo, he leído algunas novedades y algunos rescates. Me lo he pasado muy bien con El escritor comido de Sergio Bizzio y con La ley de Herodes de Jorge Ibargüengoitia. Hace unos meses quise comprar las crónicas editadas en Reino de Redonda, Revolución en el jardín, pero no hubo manera. Me hizo feliz la reedición de Historia abreviada de la literatura portátil (le saco un año al libro) con ilustraciones de Julio César Pérez, aka Amarillo indio.
Mis colegas, los escritores, son una gente bastante pesada cuando se ponen a mirarse el ombliguillo y se creen principio y fin; aunque para eso no hace falta ser escritor, solo vanidoso y egocéntrico y de eso hay en todas partes, pero creo que en el gremio es bastante frecuente. Estoy saturada de “Et moi, et moi, et moi”, por cantarlo con Dutronc.
El otro día quise llevar a mi madre y a mis hijos a Cuevas del Almanzora, hay un castillo y varios museos. En la curva de mi casa, una señora me dio un golpe en el coche y como si fuera Camacho me dijo: eso no es nada y se volvió a subir al coche sin que me diera tiempo a pillar la matrícula o hacer una foto. Poco a poco fui cayendo en que me había comportado como una absoluta idiota, como corroboré al hablar con mi novio, con el corredor del seguro del coche y con el policía local del pueblo. Esa noche salí con algunas amigas que me he hecho aquí, aún estaba mi madre, y aún me dura la afonía. Ay.